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Catre de fierro, una reconstrucción perfecta

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Catre de fierro

Catre de fierro, una reconstrucción perfecta
Por: Martín Zelaya Sánchez

El Papa Juan Pablo II llega en visita oficial a Bolivia en 1988. Aterriza en el aeropuerto de El Alto, cumple su famosa rutina de besar la tierra y, tras recibir los honores máximos del Gobierno, se sube a su papamóvil blindado y se dispone a bajar a la Catedral de La Paz. Pero antes, se detiene frente a un burdel de la Ceja llamado Polonia -como su país natal-, y bendice el lugar en el que la propietaria, una obesa chola llena de joyas de oro, y las trabajadoras lo admiran emocionadas y rezando de rodillas.

Catre de fierro, de Alison Spedding -o simplemente Spedding, como firma sus libros no académicos- es una saga del siglo XX boliviano, una crónica completa de la sociedad pre conflictos sociales, pre proceso de cambio: desde la Revolución del 52 hasta el agotamiento del neoliberalismo, pasando por el auge del narcotráfico, la acelerada urbanización, la entrada lenta y tardía del país en la posmodernidad.
Por supuesto que la escena del Papa es ficticia, pero tan verosímil y tan bien lograda como gran parte de esta gruesa novela.

A partir de una aparentemente compleja trama -lo complejo, en todo caso, es la riqueza estructural de la novela- Spedding se las arregla para contar las historias y desventuras de una familia y su entorno cercano, desde mediados de los 50 hasta mediados de los 90, reflejando así, con notable maestría y verosimilitud, cómo vivieron y cómo viven los bolivianos promedio.

En la primera parte de la larga novela -450 páginas en total- se intercalan planos narrativos a la par que historias con diferentes protagonistas que tarde o temprano convergen. Cada capítulo bien puede ser un cuento redondo -el primero, de hecho, es uno magistral-; y toda la obra tiene un diálogo fluido y verosímil que muestra el perfecto dominio de la autora de las categorías lingüísticas del aymara, y por consiguiente del modo de pensar y actuar de los aymaraparlantes.

La trama

De cómo una poderosa estirpe de terratenientes deviene en una familia clasemediera común y corriente sin perder, claro, sus ínfulas de patrones décadas y generaciones después de su decadencia. Así puede resumirse la novela, pero es mucho, mucho más… no sólo en trama, sino como propuesta literaria, como crónica y reflejo cabal de momentos cruciales en nuestra historia reciente.

Además de esta familia: Alcibíades Veizaga, su esposa Leonor y su hijo Alexis (que luego se amplía con la esposa de éste, Delfina y sus hijos Aurelio y Manuel) la novela cuenta las vidas de cuatro hermanos Veizaga (parientes lejanos pero desconocidos y oprimidos por los primeros): Clotilde, Dorotea, Basilio y Jorge, y tangencialmente la historia de Saxrani, un perdido pueblito sin carreteras y que gira en torno a la cada vez más ruinosa hacienda de los patrones Veizaga.

Y claro, están dos personajes tan o más cruciales: Nemesio y Matías. Nemesio va a La Paz a probar suerte y se vuelve agenciador de kuchus -el que consigue alcohólicos o indigentes para ser sacrificados y vaciados a los cimientos de grandes construcciones- y gana mucho dinero. Vuelve a su pueblo, pierde a su esposa, pierde su fortuna, empieza a atracar y matar por dinero, asesina a su suegro y cae preso por casi 30 años, tiempo en el cual se las arregla para estar en contacto con sus paisanos.

Y Matías Mallku, amauta, kallawaya que no escapa a oficiar un tradicional sahumerio de enhorabuena, como a leer en coca el destino de quien se lo pida, e incluso preparar un kuchu para una ofrenda.

Lenguaje y esencia

Nemesio cuenta su historia en primera persona y desde un futuro omnisciente en el que va anotando sus vivencias a modo de mantener la cordura en su largo cautiverio (gracias a este “diario” más adelante nos enteramos de varios episodios sueltos que nos ayudan a entender las otras tramas).

En los intercapítulos uno se entera del destino de Jorge (eterno ayudante y servidor de Alexis), Clotilde (se junta con un recolector de coca, vuelve a su pueblo y muere de cáncer), Dorotea (se asienta en La Paz, donde nunca dejará de ser amante de Alexis) y Basilio (burócrata corrupto) gracias a una voz en tercera persona.

Bien puede Catre de fierro tener intertextos con lo más logrado del realismo mágico por la riqueza de los personajes y las increíbles pero reales experiencias de una sociedad aún provinciana; bien con lo mejor del costumbrismo boliviano: La Chaskañawi por el lenguaje y la recuperación -creíble, digerible- de tradiciones y modos de vida; bien con los albores de la literatura urbana: Saenz y Bascopé, por el conocimiento profundo de la dinámica de La Paz como urbe; el ritmo y color de los conventillos, el eje político y la formación de El Alto como ciudad.

Si cuando se desenvuelve en el ambiente rural y de las periferias (clases bajas) de los 50-60-70 mantiene un parejo y muy alto nivel, la calidad narrativa decae un poco -nada grave- cuando se trata de describir la Bolivia, y a los bolivianos, de los 80 y 90; y es que Spedding no maneja con la misma pericia la cotidianidad de una pastorcita de ovejas o las borracheras de baquianos o aparapitas, que los diálogos de adolescentes en la época del boom de la televisión privada, la llegada del microondas, y la popularización del consumo de drogas entre los jóvenes de clases pudientes.

En resumen; un trabajo monumental, ambicioso que cumple con las expectativas -Spedding es una autora de culto desde De cuando en cuando Saturnina- en gran medida por la admirable la capacidad de la autora de recrear diálogos, situaciones, idiosincrasias. Destacada antropóloga, residente por más de dos décadas en el campo paceño, la gringa conoce a cabalidad la historia del país, las costumbres, características y taras individuales y sociales de los bolivianos, con la ventaja que da la distancia de ser extranjera. Y lo más importante, sabe además hacer literatura, y de la buena, sin mezclarla con sociología.

Fuente: Letra Siete


El tramado de las ciudades y las tramas de la memoria

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Augusto Higa

Augusto Higa


El tramado de las ciudades y las tramas de la memoria
Por: Irina Soto Mejia

Todos somos provincianos…
Y cuando desde San Miguel de Obrajillo contemplamos
los mundos celestes, entre los cuales giran y brillan, como yo lo vi,
las estrellas fabricadas por el hombre, hasta podemos hablar,
poéticamente, de ser provincianos de este mundo”

José María Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo

No recuerdo muy bien las ciudades en donde viví significativamente. Recuerdo sus nombres, pero tengo dudas importantes acerca de lo que creo recordar sobre mi vida en ellas. Cochabamba, Salta, Fukuoka, Columbus, Tokio. En las noches, nombres y rostros se confunden, se mezclan. Regresa todo como siempre, como nunca. No puedo confiar en mí misma y narrar, con certeza, qué me ocurrió en esas ciudades. Si será que acaso viví en ellas. El día a día te secuestra, y no sé bien donde estoy ahora. Si estoy en dos o más ciudades al mismo tiempo. Tal vez puedo escribir sobre lo que preservo de ellas, admitiendo que lo que deseo inmortalizar se explica tanto en lo que decidí resguardar como en lo que elegí arrinconar. Y es que lo que ocurrió no es más que un artificio, llamado pasado. Lo que somos tiene como materia prima eso que conservamos y también aquello que olvidamos. Una filosofía de la sospecha no me permite asegurar qué tan fieles sean las imágenes que me vienen a la mente mientras escribo, ni qué tan ciertas son las fotografías que están en el escritorio. Después de todo, siempre nos vamos inventando coartadas a través de la memoria.

Maurice Halbwachs, en su estudio sobre el espacio y la memoria colectiva, remarca la importancia de las nociones de espacio y lugar para la sobrevivencia de la memoria. Aunque el espacio no nos pertenece, es vital para crear algo que es muy nuestro, el lugar. Solo el lugar nos permitiría estar a salvo; es su certeza la que nos permite subsistir. La ciudad, tornadiza, amenaza nuestra existencia. Pero nuestra ciudad, estática, nos permite sobrevivir, y si no estamos en casa, al menos podemos soñar que así es. La familiaridad del lugar nos otorga consuelo, lo que explica mi afición con ciertas convenciones, mecánicas y rituales durante los últimos meses. Me preocupa que, rozando los 30 años, me parezco muchísimo a la octogenaria abuela Miyagi, protagonista de un cuento del escritor peruano-japonés Augusto Higa Oshiro. Y ese “me preocupa”, no es algo que diga como un gesto literario.

Okinawa existe es el cuento por el que Higa ganó el Premio José Watanabe Varas 2013. En breves páginas, el autor sabe cómo transmitirnos el dolor de la lucha por lo que Vezzeti llama “deber de memoria”. Como migrante okinawense en el Perú, Higa escribe una historia que narra sus memorias sobre Perú, Japón y Okinawa. Memorias propias y prestadas, ya que Higa ha realizado entrevistas a migrantes japoneses en el Perú durante los últimos 20 años. Okinawa tiene como protagonista a una abuela que recorre las inmediaciones del mercado La Aurora, en el Cercado de Lima, a finales de la década de los 50’. Todos los días, antes de las tres de la tarde, sola y sobre una silla, ella traslada su Okinawa a Lima: “La obachan Miyagi permanecía impávida, observando la calle, el movimiento de vehículos, transeúntes coloridos, el rumor esquinero. Fue entonces que brotó una luz amarilla, aparecieron caballitos de mar, increíbles danzaron en el aire, espolvorearon un grano fino de polvo, luego desaparecieron de su mirada. Quedó el olor a mariscos. Caducidad de lo fugitivo. Lo que vuelve y no se repite”. Pasadas las tres, cumple su ritual diario durante los últimos 22 años de su vida: trasladarse desde su tienda, ubicada en la intersección de Huancavelica y Angaraes, hasta el bazar Akemi, donde visita a una amiga de colegio. “Sí, era un gesto reflejo, una ceremonia puntillosa, infinitamente reproducida en el confín de los años, con el único objetivo de atrapar la memoria. Y contarse, minuto a minuto, segundo a segundo, que Okinawa existía, estaba incólume y seguiría viviendo, ilesa en el recuerdo, exactamente como la dejaron en la infancia”. El objetivo de la reunión es recordar, juntas, a su ciudad por unas horas, proteger a esa Okinawa de los asedios del presente y el futuro. Si como en Okinawa, la función de la memoria es preservarte y mantenerte igual a lo largo del tiempo, definitivamente la memoria está ahí para recordarte lo que fuiste y para que lo sigas siendo, hasta la muerte. Es así como Okinawa concluye: las memorias de la abuela Miyagi mueren con ella, cuando es embestida por un coche. Mientras volaba por los aires, “Asomó la lástima, después una rabia infinita, pues el resplandeciente polvo de Okinawa se quebraba en el vacío, en la nada…”

En lo que respecta a mí, día tras día, me inicio en un letargo recordando a Cochabamba, esquivando a las abejas que sobrevuelan al mocochinchi frente al Pasaje de la 25 de Mayo, seguido por mis ataques de pánico frente a los cleferos de la Plaza Principal. Viajo en el COTA Bus y cuando despierto, estoy junto a Bright, comprando ramune frente al santuario de Miyajima, fascinada por su acento tailandés que me explica por qué Tailandia es el peor país de Asia. Despierto con los chillidos de esa graduate student de lingüística en la oficina y veo la espalda de Teruo en primer plano, detrás una playa con escombros; escucho la voz del taxista explicando que ahí donde estamos parados, murieron unas 50 personas en el tsunami del 11 de marzo. La cajera del supermercado dice en ese tono tan midwest, “Did you find everything ok?” y despierto en un sueño en el que camino al departamento de Gral. Paz 454 a las 5 am, luego que el boliche cerrara. Estoy subiendo las gradas para llegar a mi cuarto y el sonido del cerrojo me despierta, detrás de la puerta está la voz de Tomoko, “Okaeri Irinasan!”. Antes de dormir, veo a los aviones pasar por mi ventana y me quita el sueño el próximo vuelo que voy a tomar. Pareciera que dejar mis ciudades es algo que se repite en mi vida. Constantemente, me preocupa que desde arriba, mirando hacia afuera de la ventana, las ciudades siempre siguen moviéndose, aunque realmente deseo que dejen de hacerlo.

Fuente: Ecdótica

Las Revoluciones de Alex Aillón

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TAPA revolucion

Las Revoluciones de Alex Aillón
Por: Vadik Barrón

La revolución como concepto, como metáfora y como utopía está tan manoseada y vilipendiada que hemos dejado de creer en ella. Doble A (las iniciales de su nombre aluden también a la sobriedad ganada a pulso en los últimos años) intuye que en una revolución, cualquiera fuese su filiación, guerrilla cotidiana o épica popular, no hay medias tintas: toda revolución es absoluta. Por eso es tan fácil que se corrompa, que se resquebraje su anatomía hecha de naturaleza humana, de codicia y vicio de poder. Por eso es común que degenere en totalitarismos ciegos. Una revolución triunfante, por definición, no es relativa, no es autocrítica y aspira a prevalecer hasta las últimas consecuencias, hasta que un día cae en pedazos como las estatuas que la turba derriba cuando ya no puede más y ya nadie se acuerda de ellas ni de las libertades ganadas y perdidas. La revolución es entonces ingrata, como la vida, como las cosas rotundas que Aillón alude o indaga: el amor, el odio, la belleza, la vanidad, la memoria, el enigma de la feminidad, el mundo. La totalidad entendida desde lo mínimo, lo fragmentario, lo fugaz: “un deseo es el universo comprimido”.

Este libro reivindica una forma de revolución que comúnmente se asume como una paradoja en sí misma: la revolución como un acto individual, íntimo, acaso como un mecanismo o un proceso interno, casi fisiológico, natural pero invisible a los ojos de los demás. La revolución en su versión histórica, utópica y ortodoxa no le es ajena al autor (Alex es hijo del poeta y revolucionario Eliodoro Aillón) pero ésta es tamizada por el filtro de la percepción subjetiva, de la reminiscencia de la niñez, de la mitología de entrecasa. Esa revolución personal que subordinamos a una colectiva que se llena la boca con las palabras lucha, pueblo, democracia (que a propósito son términos que ni por san putas aparecen aquí), está presente en cada página de este libro. Circula un aire de diario íntimo y también de inventario de reveses que se conjuran por la propia obra y gracia de la palabra escrita, del ejercicio de un lenguaje nostálgico y liberador, relajado y directo.

El cantautor cubano Inti Santana dice en una canción que la revolución es “un hermoso verbo”, y Alex Aillón conjuga (con-juega) varias de sus posibilidades, personas y tiempos verbales con una curiosidad lúdica y sensible y con solvencia formal. El autor se rebela contra la infancia perdida, los amores inconstantes (no por ellos menos entrañados), el paso traicionero del tiempo, la cualidad efímera de la belleza: “Revolución” es también una denuncia de lo injusto, lo desacatado, lo malvado (“este mundo apesta”). Es un libro que pudiendo ser desencantado y dark (“ansioso, triste, solo, perdido, sin remedio”), prefiere ser enérgico y divertido (“los amantes odian más y mejor”). Una revolución que se hace por amor tiene todas las de perder, pero siempre valdrá la pena, después de todo “son batallas que hay que librar no para ganar ni perder, sino para saber que existimos”.

Fuente: Ecdótica

La sensación de asfixia como una droga adormeciéndome o Asma, de Aldo Medinaceli

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ASMA


La sensación de asfixia como una droga adormeciéndome o Asma, de Aldo Medinaceli
Por: Alexis Argüello Sandoval

¿Qué motiva la escritura de esta reseña? Dar vueltas en la Feria 16 de Julio. Saber adónde irán todas esas cosas que se regalan con cariño, con apuro. La vida de las cosas y el ruido que producen al caer. Otra nota, sí, otra, sobre el libro citado en la oración anterior. La casa museo, esa que se llena de recuerdos materializados en cosas: libros sobre un estante oculto en el que puede hallarse o una reina de corazones o Asma de Aldo Medinaceli. ¿Qué decir, entonces, comenzado un texto como el presente? ¿Tomar una pausa? ¿Retroceder o ahogarme en el intento? Interrumpirme. Eso es lo que puedo hacer. Ceder. Medir lo ya dicho en una videoreseña sobre Asma. Recordar una de las visitas de Aldo Medinaceli: la visita que antecede lo hasta acá dicho.

“Alexis, fuera ya de Facebook y YouTube, ¿qué te pareció el libro?”.

No me mido. Le digo que tres cuentos me parecen prescindibles: “La pelea antes del fin”, “Construcción condena” y Samia”. ¿He perdido un amigo? Aún no. Aldo me dice que son los cuentos más viejos del libro. No sé si se justifica, pero me dice que “La pelea antes del fin” permitió el contacto entre él y Marcelo Paz Soldán, y que, durante la presentación del libro en Santa Cruz, Darwin Pinto leyó fragmentos de ese cuento. ¿Será que todavía hay quienes sienten lástima por los ilustradores?, me pregunto. Reconozco la importancia de los personajes secundarios que validan lo dicho o hecho por antagonistas y protagonistas, pero es que en ese cuento no hallo la importancia de ningún personaje. Reconozco también que me he dado importancia en demasía al traer esos dos nombres, el de Marcelo y el de Darwin, a este escenario; siendo que no me he tomado una copa con ellos como reseñista no cumplo más que un rol, recomendar o no textos, pero lo que quiero es invalidar lo dicho, lo no escuchado.

Hay cuentos que pueden resumirse en una oración. “La pelea antes del fin”, toda esa metamorfosis en la que, en el último párrafo, Trevor termina intuyendo o no que es la muerte. Todo. Hasta el encuentro entre esos dos seres, uno hecho de carne y otro de huesos, pueden resumirse en una oración: “Trevor sentía que sus huesos le estaban enviando un mensaje”. Robert Scarpit en el prólogo de El fabricante de nubes, libro que no recomiendo, por cierto, dice que un cuento fantástico en su intento por valerse de hipérboles puede convertirse en un cuento humorístico. ¡Pero ni siquiera eso con “La pelea antes del fin”! No es verosímil. Se vale de símbolos fáciles. Está escrito con poco tacto; ¡paradójicamente su narrador-personaje dice que sus “sentidos estaban más despiertos que nunca”! Me dice poco, por no decir que invita a no decir nada.

Pero.

Oh esta costumbre de comenzar hablando mal.

No pasa así con seis de los nueve cuentos de Asma. Los otros se valen de lo cotidiano, el fuerte, quizá, de Aldo: lo cotidiano y sus símbolos efímeros. Su dedicatoria es ya una declaración de intenciones: “A quienes fluyen”. Viajeros, migrantes, visitantes, qué se yo. Asma, más que una unidad en sí, es una recopilación de lo producido por Aldo Medinaceli desde 2006 hasta 2014; ¿cuántos cuentos quedan para el morbo de las ediciones póstumas o el olvido? Pertenencia, retención, pérdida, fluidez y (des)unión, quizá son esas las palabras que definen a Asma.

“El actor” se convierte en el público (en el satélite) de sí mismo, vacila a la hora de desprenderse de los lugares que ha ocupado; más que un cuento en este caso lo que uno halla es un perfil.

“Sangre voyeur” corre frente a ojos, no del lector, sino del espectador; ese producto del espectáculo. El narrador de este metarelato se confunde describiendo lo ausente y aparentemente inconcluso de escenarios que se suceden y sustituyen a los de la realidad.

“Casa museo” o, más bien, casa que entre digresiones se convierte en un museo que expone la culminación de una relación y el reinicio de otra. Jan, con la intención de convertirlo en espectador, quiere al narrador-personaje fuera de su casa museo. Johana quiere visitar museos ignorándose uno junto a los otros personajes. Jan hace de guía de turismo y describe lo acontecido en los lugares visitados y, a la vez, anuncia lo por acontecer implícitamente. Algo se rompe en la casa museo. ¿Casa museo? ¡¿Cuál casa?! Un cuento lineal en que las epifanías permiten que prestemos atención a la historia del narrador-personaje, pieza (rota) de museo al fin, y su relación con los otros, con la intimidad ajena. ¡Cuentazo!

“Inyecta”, imperativo de inyectar, solución, fluido. La Incertidumbre como sensación temporal frente a la Incertidumbre como condición del ser humano. Un laboratorio que todos abandonan para incorporarse a otro. Personajes que se reflejan parcialmente unos a otros amenazando con hacerlo de manera infinita. Imágenes que se superponen mientras el conjunto es contenido en un espacio, un lugar. Nadie, no sólo el narrador-personaje, puede asirse a un dogma por mucho tiempo. Aún así, acá, está el por qué del nombre del libro: “Mi cuerpo llenándose de más y más agua. Y la sensación de asfixia como una droga adormeciéndome. No sentí miedo, dejé que la ansiedad creciera como un orgasmo del que no quería despertar”.

“Reina de corazones” es un cuento que invita a mirarnos la nuca o la fracción de nuestro cuello debajo de ella. Una camisa a medio quitar termina siendo quitada por completo. Un pasado a nuestras espaldas, cuando no sobre nuestros hombros. Señales que se suceden: lo expuesto con el desarrollo de la trama como señal. La costumbre del juego, de hablar como se habla en otro país. “He perdido hasta mi propio lenguaje, me digo”. Pero acá nada se pierde, aunque Aldo nos diga que “todas las balas van al cielo”. ¡Cuentazo!

“Feria 16 de Julio” podría ser el título excusa de un cuento en que la unidad está establecida por la sensación de soledad. Cada personaje cuenta su historia por intermedio del narrador y el último de ellos se acerca a una fogata “para dejar de sentir frío”, eso, mientras la gente rodea al personaje de la primera historia contada, Anselmo, receptor de todas esas cosas que se regalan o se roban con cariño, con apuro. Anselmo que, como todos, dejará el puesto, recogiendo todo lo que en su momento no fue suyo para que media hora después otro vendedor ocupe el lugar vacío. Cada uno de los personajes visita la feria por intermedio de Maritza y Anselmo, igual, el lector, aquel que sostiene un objeto que posiblemente también termine allí. Cuento bien logrado.

¿Queda algo por decir?

Llama mi atención la presencia de los escaparates en el libro de Aldo Medinaceli. También la distancia que toma el escritor, la distancia que se duplica con la lectura del espectador transitorio. Pienso en libros como El sistema de los objetos de Jean Baudrillard, libros como La poética del espacio de Gastón Bachelard durante esa búsqueda de una casa o al menos un rincón al que aferrarse y del cual partir. Pienso en ese “medio de condiciones desiguales bajo límites que los artistas comparten con quienes no lo son” del que habla Néstor García Canclini en La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia. Noto que, igualmente, en Asma, se repite la presencia confusa de los sueños y la “de los que niegan haber soñado siquiera”.

Hallo luces en Asma: la dubitación de un narrador que a ratos me recuerda a Beckett y la figura del boliviano cosmopolita que trató de reflejar Jorge M. Rico Vargas en Cuentos Internacionales.

Retrocedo en el marco de lo poco que puedo hacer: Invitarlos a leer el libro.

Fuente: La Ramona

Mirar el precipicio: Billie Ruth, de Edmundo Paz Soldán

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Billie Ruth Tapa Bolivia

Mirar el precipicio: Billie Ruth, de Edmundo Paz Soldán
Por: Rodrigo Urquiola Flores

Billie Ruth, de Edmundo Paz Soldán (Páginas de Espuma, 2012; Nuevo Milenio, 2012) es un gran libro de cuentos. Lo conforman quince cuentos que, cada uno a su manera, hacen un retrato de la modernidad acorralada por sí misma: más que personajes, seres humanos que han sido llevados al borde de un precipicio y se han dedicado a observarlo. Nunca sabremos si han decidido saltar al vacío o no y, esa incertidumbre, es lo que finalmente termina de configurar este retrato que, gracias a ello –también–, es bastante sutil.

Si bien Sangre de mestizos, de Augusto Céspedes (1936) y Cerco de penumbras, de Oscar Cerruto (1959), dos de los más grandes libros de cuentos de la historia de nuestra narrativa, nos han ayudado a comprender, primero, al boliviano frente al otro boliviano en esa trágica reunión de sed y de muertos que generalmente llamamos Guerra del Chaco y, segundo, al boliviano frente a lo desconocido que siempre nos rodea y, de esa misma manera, frente a la fuerza de la ficción literaria, Billie Ruth es un libro que puede ayudarnos a comprender al boliviano frente al exilio voluntario, frente a estos días de modernidad y frente a la constitución de una concepción de familia que, al parecer, siempre está desintegrándose. Por supuesto, “boliviano” es un decir, es una simple palabra para intentar definir en un territorio algo que quizás no se podría definir de otra manera: una manera de “ser”, de “pensar” gracias a una historia –que sucedió en determinado territorio– que nos antecede. Muchos de los personajes de Billie Ruth (y, por qué no, muchos de Sangre de mestizos o Cerco de penumbras no son –o, mejor dicho, no tienen que ser leídos a partir de una nacionalidad para ser comprendidos– necesariamente “bolivianos”) no son necesariamente bolivianos: en este punto pienso en los personajes de “Casa tomada”, un breve homenaje a Cortázar, o el niño ante lo perturbador de “El acantilado”, el niño ante la soledad de “Ravenwood” y quizás, sobre todo, a la narradora de “Srebenica”, personajes que, quizás, carecen de una “nacionalidad” (otra simple palabra), pero que, al estar escritos por un “boliviano”, llevan un incierto aroma a estas montañas.

Mis cuentos favoritos son “Díler”, “El ladrón de Navidad”, “Roby”, “Volvo”, “Azurduy” y “Como la vida misma” y noto, al relacionarlos, que lo que más me ha gustado en estos cuentos es cómo simples seres humanos como nosotros han sido guiados por situaciones que escapan a sus manos hasta estar al borde de un precipicio, mirándolo, observando la caída probable o, tal vez, viviéndola sin siquiera saberlo. Pienso que describirlos e intentar explicar las sensaciones que provocan, aparte de lo dicho, sería lo mejor, pero pienso que eso también podría quitar el encanto de descubrirlos cuando se lee por primera vez. Léanlos, por favor.

Ojalá fuera posible, me digo, y pienso, una vez más, en ese par de clásicos de nuestra narrativa, Sangre de mestizos y Cerco de penumbras, y quisiera que, en una próxima edición de Billie Ruth, aunque sea sólo la boliviana, se incluyera el gran cuento gran de Paz Soldán, sí, “Dochera”, para aumentar la riqueza de un libro que, entiendo, es también una biografía literaria de uno de nuestros mayores autores contemporáneos.

Fuente: Ecdótica

Condenados a desaparecer

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la desaparicion del paisaje

Condenados a desaparecer
Por: Martín Zelaya Sánchez

Cervezas y whiskies, autos y perros. Carreteras infinitas y cuartos de hotel. Hombres y mujeres irremediablemente solitarios y el mundo girando a su alrededor.

Tanto los relatos breves como las novelas de Maximiliano Barrientos podrían, de alguna manera, resumirse así; y lo digo con la más decidida intención de elogio: qué mejor que la simplicidad y naturalidad de la vida cotidiana -escenas, retazos, el paso del tiempo- para contar una historia. Y qué mejor que hacerlo de una manera clara, contundente y profundamente reflexiva como lo hace el autor cruceño en su más reciente libro, La desaparición del paisaje.

El qué

Vitor vuelve a una ciudad desconocida pero a la vez exacta a la que dejó una década atrás, cuando huyó de la muerte, de la rutina, de sí mismo. Un regreso a la quietud, a una urbe detenida en el tiempo, o al menos condenada a avanzar mucho más lentamente en medio de la debacle posmodernista.

“Santa Cruz se quedó quieta en esos años, en ese clima de glamour y de soledad camuflada con coca y fiestas. Guns N’Roses y Metallica, Journey y Whitesnake sonaban sin interrupción (…) como si Santa Cruz entera, fuera un museo de canciones que en otra parte, en las ciudades de verdad, ya no escuchaba nadie”. (28-29)

“Cuando Santa Cruz era un arenal derretido por el sol, sin calles pavimentadas, con autos plantados en barrizales del centro, con bueyes y carretones como el transporte más confiable. Todavía no una ciudad, cualquier cosa menos una ciudad… cuando Santa Cruz era un lugar ahora desaparecido”. (149)

Se queda en casa de María, la viuda de su padre, y entre no hacer nada, arreglar el viejo Ford Galaxy, acabar una cerveza tras otra y retomar con Laura, su antigua novia, el furtivo e incompleto amor de adolescencia, empieza a reencontrarse con su familia: su hermana Fabia y su tío, y a conciliar cuentas pendientes con la muerte de sus padres y con su Yo por mucho tiempo negado, abandonado.

El cómo

Además de regreso, culpa y búsqueda -como lo admitió el autor en más de una entrevista-, esta es una novela de reconstrucción. Un intento del protagonista-narrador de reencauzar un futuro que ya parece escrito, a partir de la recuperación-redención de un pasado del que jamás pudo evadirse.

“… en la foto, Laura se aguanta la risa. Yo estoy serio, cruzo el brazo alrededor de sus hombros. Miro al ojo de la cámara, aguardo. Eso hago: espero el futuro”. (203)

Barrientos tiene una enorme habilidad para transmitir sensaciones y sentimientos; sin ser explícito, sin redundar ni rebuscar, solo con diálogos y situaciones quirúrgicamente diseñados. Y esta, hay que decirlo, es una novela de sensaciones, de sentires, bien engranada con un lenguaje implícita y explícitamente cinematográfico; las más logradas descripciones bien podrían transportarse, exactas, a un posible guion adaptado del libro:

“Di vueltas hasta que se hizo tarde en la noche. Guardé el auto en el garaje. Me saqué los zapatos y caminé descalzo por el pasto. Caminé por las losetas y escuché una música que provenía de la casa de una mujer que vivía sola (…) Me gustaban las losetas calientes después de todas esas horas de acumular rayos de sol. Palpitaban. Quemaban. El calor entraba en la piel sin que esta impusiera la menor resistencia”. (86)

Los trasfondos

No faltan –tangencialmente en toda la novela- algunos recursos simbólicos; como uno muy común en la obra de Barrientos, su fijación por los hoteles, reflejo de fugacidad, inestabilidad, precariedad, pero también de libertad: los hotelitos de EEUU en los que Vitor vivió por años, los alojamientos de su amor fugaz con Laura, y el terrible cuarto de hotel en el que en su niñez vio colgando el cuerpo de un suicida, y en el que su familia se despidió como tal antes de la fatal desintegración.

Otro recurso: la muerte. Desde la del obeso suicida, hasta la de sus seres queridos en la adultez y, claro, la de su padre y su madre que marcaron profundamente su vida.

A la muerte, esa presencia constante e inevitable de la que siempre tratamos vanamente de huir, Barrientos la aprovecha como símbolo, clave para la trama, pero también para reflejar la oscura personalidad de Vitor.

“… esperando que la rabia silenciara lo que acribillaba mi cerebro sin descanso: mi madre como un paisaje que duraba segundos, que se deformaba y se convertía en brillos que eran consumidos por las moscas. Memoria desapareciendo, volviéndose invisible, acabando con cada una de las imágenes que retenían lo que fue por tan poco tiempo infancia, familia”. (61-62)

Y claro, otro manido recurso: el alcohol. Cervezas, casi siempre y no pocas veces whisky. No es solo un detalle más, no es solo un recurso para crear ambiente, o un pretexto para ciertos diálogos o situaciones, es una constante, un catalizador para Vitor, como lo fue para su padre, su tío… Acaso cómo lo es para gran parte de los cruceños, los bolivianos…

“El alcohol hace que todos alberguemos a una multitud de fantasmas en la cabeza, eso es lo más hermoso y lo más doloroso de emborracharse. Todo ese mundo viejo empieza a poblar la mente en el segundo en el que vaciamos el primer vaso y buscamos con la vista a los muertos detenidos en el aire, como si estuvieran ahí, esculpidos…”. (42)

La vida está hecha de detalles, de retazos, de hechos insignificantes que se hilan y entrecruzan y que tan solo con variar mínimamente, pueden cambiar un destino.

Tarde o temprano todos debemos enfrentarnos a la desaparición del paisaje. A que todo pase, caduque, y cada vez el pasado sea más grande y poderoso que el presente… y que el futuro poco a poco deje de existir.

“Nos movimos dentro de los márgenes de una fotografía vieja. La fotografía de un paisaje final. La última imagen del mundo como lo conocíamos”. (264)

La desaparición del paisaje (Periférica, 2015), es una novela extraordinaria. Que alguien por favor haga el favor de traer ejemplares a las tristes librerías bolivianas.

Fuente: Letra Siete

El pie de Eurídice y los misterios en la poesía de Gabriel Chávez

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El pie de Euridice

El pie de Eurídice y los misterios en la poesía de Gabriel Chávez
Por: Marialuz Albuja Bayas

Abrir un libro de Gabriel Chávez Casazola es ingresar a un mundo en donde todo coexiste, como ocurre en el universo, tanto en su oscuridad como en su luz, sin que los opuestos sean irreconciliables sino capaces de construir, desde las posibilidades -e imposibilidades- del lenguaje, los diversos rostros de la completud.

Descubrí su poesía hace casi cuatro años, una tarde en la que tuve el regalo de leer El agua iluminada en su edición boliviana, con algunos de sus textos traducidos al portugués por Pedro Sevylla de Juana y Nicolau Saiao, y al italiano por Mariela de Marchi. Quedé inmediatamente conectada con esa manera de mirar el mundo, y desde entonces he sido una lectora insaciable de la poesía de este autor.

Ahora, con la antología de su poesía publicada en Colombia con el título El pie de Eurídice (Gamar, 2014) me he encontrado con textos que no conocía junto a otros que he memorizado de tanto leerlos.

Y, nuevamente, me llevan de regreso al mismo asombro que sentí al descubrir este universo poético por vez primera, como un “fruto oscuro” que se ofrece al lector en un “ritual simplísimo”, tejiendo historias que no se cuentan dentro de la Historia, sino con sus protagonistas vistos desde una dimensión profundamente humana, dioses, diosas, Meg Ryan, el Libertador, Nixon, Eurídice, Linda Lovelace, Ingmar Bergman, María Schneider, una tal Carolina Matilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, Ezra Pound, Argos y todos los perros de este mundo, Dios, nosotros mismos.

Y, junto a la vitalidad con que aparecen estos nombres, convertidos por la gracia de la poesía en hombres y mujeres de carne y hueso, he visto aparecer también esos rincones de la casa que la convierten en una mansión, en una cabaña, en el lugar donde nos hemos construido y nos seguimos existiendo.

En los textos de Chávez Casazola existe un universo poético que hace posible, valga la redundancia, que haya poesía. Y es que ésta no puede limitarse a un conjunto de versos. Tampoco puede estar constituida de poemas disparados en distintas direcciones, como balas en un campo desierto, e incapaces de entablar un diálogo con el lector.

Las líneas que componen sus poemas son indispensables para la humanidad. Si nos faltase alguna de ellas, ya no seríamos los mismos. Eurídice ignoraría que lo mortal era su pie, no la mordida; la lluvia no podría complacerse en descubrir que quienes la escuchan sobre el patio vuelven a ser niños; pocos serían los que aprenden el idioma de las aves; y algunas tonalidades de la verdadera voz del mundo permanecerían ocultas, pues cada verso auténtico, a través del tiempo y surgido de las entrañas de cada ser que ha sabido descifrar lo esencial, es un sonido único.

Dios tampoco sabría de su “estupenda equivocación al crearnos”, y la revelación del fuego no tendría los matices que Gabriel ha descubierto para ella.

Pero estos textos no se enredan solamente en lo sublime, sino que alcanzan la profundidad desde lo más mundano, “ese descapotable celeste y oro que jamás tendremos”, porque quien mira lo que no se ve y escucha lo que no se oye, logra comprender el mundo desde una dimensión que va más allá del pensamiento intelectual y que conduce a los descubrimientos que valen la pena en la experiencia de estar vivos.

Tanto el “el dolor que desfiguraba la infancia” como la labor de “aliviar al mundo para transfigurarlo” sobreviven gracias a la perplejidad del niño que, asombrado, se abisma ante las constelaciones. Y ésta es la labor del poeta. De ahí que la muerte cobre vida en estos textos, donde “los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres”, lo que nos permite regresar a lo que somos aunque esto, ante los ojos de Gabriel, pueda ser muy doloroso.

Al igual que Lucía, que ha entrado en la casa y ha dicho: “hágase la luz / sin apelación a ningún significante”, Chávez Casazola ha buscado la manera en que el lenguaje lo conecte con la vida, con su más allá y consigo mismo en esa “urgencia de llenar páginas de signos que más aprisa que la carcoma […] puedan acusar recibo de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos y la cama de lino feliz y el agua en la regadera”; sabe que el ser humano, a través de los tiempos, ha sobrevivido gracias a la escritura y a toda expresión humana. Por eso, en este oficio ha puesto su vida.

“¿Es la belleza la primera o la última en morir en todas las guerras que se declaran contra ella?”. El lector podrá encontrar la respuesta en la poesía de Gabriel, donde el ser humano aparece en su dimensión más honesta: la emoción que lo conecta con el cuerpo, con el alma, con las experiencias vividas y por vivir. La emoción como experiencia primordial del ser humano, al que no le bastan razones ni argumentos para amar o para odiar, para morirse o para seguir viviendo.

Felicito la iniciativa de la editorial Gamar, en Popayán, dirigida con lucidez por Felipe García Quintero y Paola Martínez. El pie de Eurídice ya es, y será siempre, un referente de la poesía latinoamericana.

Fuente: Letra Siete>

Sobre las “Epístolas de la Guerra del Chaco”

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Epistolas de la Guerra del Chaco

Sobre las “Epístolas de la Guerra del Chaco”
Por: Ana Triveño Gutiérrez

Es interesante la forma en que te puede llegar un libro. A veces se trata de una recomendación, otras de un interés propio. Puede que te guste el autor, el tema, el género. Puede que el título o la portada te hayan llamado la atención, o que sea el interés colectivo que te haga buscar uno. No obstante, hay ciertos libros que te llegan de manera especial. En este caso, un libro llegó casualmente a mis manos a través de una amiga que no veía en mucho tiempo. La verdad, ni siquiera pensé leerlo alguna vez, pues no es de mis géneros preferidos, pero al momento de hojearlo, consiguió llamarme la atención.

“Epístolas de la Guerra del Chaco”, una compilación de Carlos Arce, Mónica Briancon, Diego Martínez y Raúl Rivero, nos transporta a una realidad cruda, verídica y llena de emoción bélica. Este tipo de literatura es muy intenso, puesto que los autores son los propios soldados, capitanes, pilotos, etcétera, que vivieron a carne propia lo que fue la Guerra del Chaco.

Ahí su impresionante valor. Nosotros, lectores, nos convertimos en testigos de este acontecimiento histórico, somos capaces de ver el mundo a través de sus ojos. Es más, somos capaces de sentirlo a causa de sus palabras.

Y también, nosotros, nos convertimos en confidentes de estos personajes. Si bien son cartas y mensajes dirigidos a personas específicas, tenemos la oportunidad de leerlos, analizarlos y entenderlos. Nos convertimos en alguien cercano a estos soldados, a estos participantes de la guerra. Es asombroso convertirte en esa clase de confidente, testigo de los más terribles y honestos secretos de los veteranos.

Otro detalle importante de recalcar, es la “Simbología de vida y muerte” que hacen los autores en la segunda parte del libro. En ella hacen referencia a objetos personales de los que participaron en la guerra, cada uno con poder simbólico, lleno de connotación emocional, como explican. Podemos encontrar en esta parte del libro fotografías de objetos como brújulas, pañuelos, detentes, medallas, cada uno con su explicación histórica y simbólica. También encontramos poesías escritas durante la guerra. La emoción de cada uno llega a ser transmitida de manera única a los lectores, pues ya no vemos la Guerra del Chaco como antes hacíamos.

En la última y tercera parte de esta obra, nos encontramos con “Cartas desde la soledad del poder”, donde podemos apreciar las cartas escritas por grandes personajes como Franz Tamayo, Daniel Salamanca y Demetrio Canelas. De esta forma, no sólo obtenemos una perspectiva de la guerra, sino, realmente, un tesoro histórico para nuestro país.

Fuente: Lecturas


Una imposible historia de amor. Sobre Huérfana Virginia, de Amparo Silva Ugrinovic

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Amparo Silva, autora de "Huérfana Virginia"

Amparo Silva, autora de “Huérfana Virginia”

Una imposible historia de amor. Sobre Huérfana Virginia, de Amparo Silva Ugrinovic
Por: Alex Salinas

La novela Huérfana Virginia, en breves líneas, cuenta las desventuras del chuquisaqueño Lorenzo Ezequiel Córdoba y Ricaldi, eterno enamorado de Jacoba, a quien su padre, Leónidas Cerda, obliga a casarse con el turco Malaquías Matta. Años después, debido a un plan de rescate mal ejecutado, Ezequiel es obligado a permanecer encerrado quince años en casa de los Cerda, disfrazado en las prendas de una chola a quien llamarían “la huérfana Virginia”. No quiero entrar en terrenos sobre la sobre interpretación ya que, como decía mi profesor Malcolm Read al referirse a Bernal Díaz, un zapato en el lodo es solamente eso, un zapato en el lodo. Sin embargo, adelantaré algunas ideas que son rebatibles.

En Huérfana Virginia, aunque se perciban ecos de la ciudad de Sucre, la naturaleza grotesca de sus personajes aleja a la obra de una mímesis realista y la coloca en el plano de la fábula. En ese sentido, como artefacto literario diferente, quizás debamos aplicar al texto de Silva aquello que José Donoso explicaba de su novela Casa de Campo (1978):

No debe ser la simulación de un área real, sino que debe efectuarse en un área en que la apariencia de lo real sea constantemente aceptada como apariencia, con una autoridad propia muy distinta a la de la novela que aspira a crear, por medio de la verosimilitud, otra realidad homóloga.

Huérfana Virginia, aunque en un principio parezca una historia celebratoria de las costumbres y del lenguaje ampuloso de una clase dominante, con sus filias y fobias, su deseado afrancesamiento, aquello que a veces confundimos como lo chuquisaqueño de antaño pero que apenas son algunos de los rasgos de una mayor riqueza y heterogeneidad de estas tierras que no siempre ha sido vertida al papel, al encontrarnos con una casa donde el narrador permanece quince años, bajo premisas de las que no es capaz de convencernos, sus deseos eróticos jamás realizados y un charco de sangre donde los frustrados amantes se confunden, sabemos de inmediato que nos encontramos ante otras subterráneas implicaciones.

La casa, de por sí, nos remite a un contexto mayor. Casi siempre se refiere a un distorsionado contexto social, el de la ciudad o el país, como lo hemos visto en Casa Tomada, de Julio Cortázar o la misma Casa de Campo de José Donoso. Al observar la casa en Huérfana Virginia, nos damos cuenta entonces de la profunda y demoledora crítica de la escritora a su sociedad, algo que no se expresa abiertamente (lo celebro), sino en el hacer de sus personajes, principalmente los masculinos, que nunca son lo que creen ser y no hacen lo que se proponen. Cuál más claro ejemplo que Ezequiel, que se mete a una casa a rescatar a su amada, mas permanece en ella por años, disfrazado de pollera y amenazado por un enano de 60 centímetros.

Todo aquello que Ezequiel hace y dice de sí mismo y de su ciudad, debemos tomarlo con pinzas, leerlo a contrapelo, con un viso de ironía y, quién sabe, también con algo de piedad:

“…mi familia visitaba la suya (la de Jacoba), honorable exquisita, no tan acomodada, pero de rancia aristocracia, como la mía”; o “Quién no querría estar, felizmente acomodado en esa hermosa ciudad, donde la historia de primera mano, brillantes ideas, genialidad, notoriedad y auge, alcanzaban el cenit de la cultura”.

No quiero arruinar la novela a nadie, pero diré que más de un personaje revela un origen incestuoso. Esto no debe ser visto como transposición histórica de las relaciones endogámicas de las élites chuquisaqueñas del ayer, aunque así lo sea, pues en la literatura las implicaciones del incesto, por lo menos desde Freud, son mucho más amplias. Su aparición o su superación deciden literalmente la reproducción de la cultura, el avance de las civilizaciones. Encerrarse en el ambiente estrecho de la familia, y la inhabilidad de abandonar un primer objeto de goce revelan el fracaso de la creación y la renovación, la debilidad masculina para normar sobre un nuevo orden social. Así, la aparición del incesto en Huérfana Virginia debe leerse más ampliamente, como la incapacidad de algunos individuos y clases sociales para abrirse a otras influencias, a mezclarse y adueñarse de los heterogéneos aspectos de otras culturas y lenguas (nacionales o extranjeras) para mantener el motor de una sociedad en marcha y hacia adelante.

Habrá algunas cosas que reprocharle a Silva: la intrusión de decenas de personajes que poco aportan al texto, los no muy convincentes resortes que impulsan a sus actores (el amor, el odio o la venganza), incluso el recurrir como sostén al esperpento, los lugares comunes del escándalo (como el último Arzáns pero sin moraleja): sodomía, pedofilia, los repetidos casos del penis captivus (faltaba un gato de dos cabezas). Y quiero pensar más como rasgos de una sociedad pobre en sus obras, aunque rica en su maledicencia. Al margen de esto, agradezco a Silva el desconcierto, la incomodidad de la lectura ante los pasos sin huella de un frágil y vacilante doctor chuquisaqueño que jamás quisiéramos fuese nuestro monstruoso progenitor.

Fuente: Ecdótica

De cómo se crea el mito del Supay. A propósito de Las crónicas del Supay de Sisinia Anze

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De cómo se crea el mito del Supay. A propósito de Las crónicas del Supay de Sisinia Anze
Por: Marcelo Paz Soldán

Porque creo que allí es el paraíso
terrenal, adonde no puede llegar nadie
salvo por voluntad divina.
Cristóbal Colón

Las crónicas del Supay [2015] de Sisinia Anze son muy difíciles de clasificar dentro de algún género. Es difícil, por ejemplo, encasillarla en la narrativa minera que a su vez es, según Benigno Delmiro Coto, una literatura social y tiene a sus mayores exponentes en René Poppe, Víctor Montoya, Oscar Cerruto, Néstor Taboada Terán, Bartolomé Arzans Orsua y Vela, Sergio Almaráz, Adolfo Cáceres Romero, por nombrar algunos. También se la podría clasificar dentro de la novela de misterio como El Código da Vinci [que tiene a Leonardo da Vinci como personaje de la narración, y también se lo encontrará en Las crónicas del Supay] o Inferno de Dan Brown. Asimismo, Las crónicas del Supay se emparentan con Entrevista con el vampiro de Anne Rice, que es una novela fantástica.

Las crónicas del Supay inicia cuando Verónica, una turista que se encuentra en Potosí visitando la mina de Sumaj Orcko, no cree en la existencia del Tío de la mina y al visitarla cae atrapada en su interior, sola, cuando en el ascensor que la transportaba cae con ella como su única ocupante. Busca, desesperadamente, una salida que la lleve junto a su esposo. Al buscar la salida encuentra una habitación en la que se halla un manuscrito que describe las “Crónicas del Supay”.

Allí se narra la historia de Gunther quien es, precisamente, el Supay [o Tío de la Mina], y cómo llega a serlo. Las historias de Verónica y Gunther se van intercalando a lo largo de la novela y suceden en dos tiempos históricos distintos.

Verónica es un personaje central en las crónicas, aunque parece marginal y aparece muy poco, ya que su función es darle credibilidad a la historia que Anze quiere contarnos. Lo mismo sucede con Sebastián del Canto que se describe en el texto Cómo favoreció el santo Cristo de la parroquia de San Pedro a un hombre que se perdió en una mina del Cerro de Bartolomé Arzans Orsúa y Vela: Sebastián se pierde en el interior mina, a la que entra a buscar mineral para poder alimentar a su familia, y sale gracias a sus súplicas a San Pedro, quien no solo lo guía para que encuentre la salida, sino que también le da un trozo de mineral para que pueda venderlo.

La novela de Anze está plagada de intertextualidad entre literatura y realidad, regulando la relación entre el paradigma y lo real; el uso de este recurso le permite decir o, mejor, crear un mito: entonces, hábilmente, está creando los límites de lo que es posible decir en un momento dado. Leonardo da Vinci o Cristóbal Colón son personajes de la vida real que le dan veracidad a Las crónicas de Supay, a pesar de que el lector sabe de qué se trata de una ficción. Entonces, de alguna forma, la historia real condiciona la ficción. Cachín Antezana nos recuerda, por su parte, la “Masacre de María Barzola” que sucede en 1942, y Aluvión de fuego de Oscar Cerruto escrita en 1935 supondría que la realidad imita a la literatura.

Hay, por ejemplo, varios elementos ficcionales que parecen reales, como la relación sentimental entre la Reina Isabel y Colón. En el libro de Alejo Carpenrtier El Arpa y la Sombra (1979), a diferencia del libro de Los Perros del Paraíso (1983) de Abel Posse, como también lo hace Anze, sugiere una relación sentimental entre la reina Isabel y Colón. En cambio, Posse señalaba que Colón estaba intimidado por Isabel y su relación era panorgásmica.

Así, la novela intercala los relatos de Verónica y Gunther. Se entremezclan personajes reales y ficticios, todos en una armoniosa intertextualidad que le da a la novela de Anze la posibilidad de contarnos el cuento del Supay y cómo llega a las minas de Potosí haciendo que, de alguna forma, podamos creer que realmente así sucedió.

Fuente: Ecdotica

Las cuatro estaciones

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cuatro

Las cuatro estaciones
Por: Mijail Miranda Zapata

Conversando sobre la obra de Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) con un reconocido escritor boliviano, bordeando el doble de edad del primero, surgía el comentario de que ésta le parecía aburrida, que perdía rápido el interés.

Natural, considerando que la búsqueda del cochabambino tiene un fuerte signo generacional. La escritura de Hasbún está marcada por una necesidad de recomponer la experiencia vital a partir de pequeños fragmentos desparramados a lo largo de la existencia. Un recurso válido para estos tiempos en los que hemos pasado a construir nuestra historia a partir de ficciones efímeras y aparentemente desordenadas. Como advertía Susan Sontag en su Ensayo sobre la fotografía, estamos sujetos a capturar trozos de realidad para construirnos y finalmente ser algo, alguien.

Es coherente, entonces, que un literato con muchos más años que Hasbún no guste de narraciones, que huyen de los grandes acontecimientos, de los excesos del bucolismo rural o la épica urbana, para recluirse en territorios íntimos, donde los movimientos son apenas perceptibles y sus consecuencias aún menos. Territorios en los que detalles ínfimos detentan el protagonismo, pero con resultados quizás igual o más catastróficos que en los otros casos.

Es así que la obra de Hasbún puede entenderse como una colección fotográfica desmesurada, implacable e inescrupulosa. Álbumes familiares, recuerdos tamaño carnet, autoretratos eróticos, paisajes desenfocados, amigos abrazados y en planos medios, así parece construirse su universo literario. Esta reflexión no es gratuita, sólo basta recordar las adaptaciones cinematográficas de algunos de sus relatos (Lo más bonito y mis mejores años, 2005; Los viejos, 2011).

Esta cualidad es inobjetable y su presencia también se hace evidente, de manera tangible, en dos de los cuentos compilados en su último libro, Cuatro (Editorial El Cuervo, 2014). En “Syracuse”, remake del celebrado “El infierno tan temido” de Juan Carlos Onetti, las tensiones se construyen a partir de un extraño diario que enlaza ficción y realidad arbitrariamente, y unas fotografías cargadas de sexo, venganza y desconcierto. Con esas herramientas, casi de registro etnográfico, el narrador consigue perfilar el zeitgeits de una generación incapaz de establecer límites entre lo privado y lo público, entre la realidad y la virtualidad, y por eso mismo, terriblemente frágil.

Caso similar se presenta en “Tanta agua tan lejos de casa”, en el que una reunión de amigas cincuentonas nunca concluye porque la fotografía final, la de la despedida, la de la inmortalidad, siempre queda desvanecida, inservible. Como en la vida, todos acabamos siendo apenas figuras borrosas, recuerdos difusos.

Y es la reconstrucción de esa vida, de la experiencia vital, en realidad, quizás en un intento por dejar testimonio del paso de los años (una constante en la trayectoria del autor), la que se refleja en Cuatro. “La mujer y la niña” cuenta con sutileza cómo es que perdemos la inocencia infantil, cómo la dejamos un día cualquiera, en un incidente cualquiera, y cómo esta escisión nos persigue a través del tiempo.

La ya mencionada “Syracuse” tiene por lienzo la juventud: la fuerza y la ingenuidad de los años en los que “cuerpos sin grasa, sin cicatrices, casi sin pasado”, apenas intuyen la tragedia de su sino, el derrumbe de sus ilusiones.

Por su parte, “Los nombres” es el retrato de un hombre adulto, que junto a sus amigos habita un resquicio entre la nostalgia y la resignación, y teme dar el paso hacia un punto de no retorno. “No sabíamos resignarnos todavía a que la fiesta ya no era nuestra”, dice en algún momento, mientras intenta aferrarse a las nuevas alegrías: la vida de padre, la lejana sonrisa de los hijos.

El libro cierra con “Tanta agua tan lejos de casa”, una reconstrucción oscura y enrevesada de las pérdidas, desencuentros y frustraciones que acompañan y acentúan el correr de los años. El destino en todos los casos es fatal, pero en algunos más insoportable que en otros. Un hotel en decadencia en medio del trópico cochabambino, como muestrario de imaginarios rancios y desencajados y como guiño hacia una nueva forma de entender Bolivia y su entramado social.

La de Rodrigo Hasbún es una vocación casi antropológica y el acercamiento a su obra merece paciencia. En mi caso, la lectura de Cuatro tuvo tres procesos de lectura, cada uno más satisfactorio y revelador que el anterior.

Fuente: La Ramona

La locura es ausencia: La perspectiva anónima, de Camilo Albarracín Zelada

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La locura es ausencia: La perspectiva anónima, de Camilo Albarracín Zelada
Por: Rodrigo Urquiola Flores


(Texto leído en la presentación del libro durante la XX Feria del Libro de La Paz, 2015)

La locura no puede ser otra cosa que ausencia, ese fue el primer pensamiento que tuve cuando terminé de leer los cuentos reunidos bajo el título de La perspectiva anónima, de Camilo Albarracín (Nuevo Milenio, 2014). Una ausencia, sin embargo, presente, como toda ausencia, claro, que se la nombra porque no se puede hacerla a un lado y olvidarla. Y eso es, también, la locura, una presencia ausente y, al mismo tiempo, una ausencia presente. Pero la locura es muchas otras cosas también, es miedo, son fantasmas, es ficción, es construcción de lo que no está, es rebeldía.

De los diez cuentos que conforman La perspectiva anónima, el que más sobresale, para mí, es “El historiador cercado”, cuento que, allá por 2011, ganó el Premio Adela Zamudio. El historiador del relato es un habitante de un manicomio que reconstruye (que se reconstruye) gracias a su propia voz, voz que nos lleva, de la mano de su locura, a un breve viaje en el tiempo de la historia que, al mismo tiempo, es un viaje hacia el otro a través del canibalismo, (pero hay que saber que existen tantas y diversas maneras de ser un caníbal). Y es que el historiador está cercado por sí mismo y, cuando devora a alguno de sus semejantes, ya sea simplemente adueñándose de la historia de sus vidas, está intentando devorarse a sí mismo. Me parece que este cuento es el que más sobresale dado que asistimos, en la lectura de los demás cuentos, a un acto similar.

Pienso, por ejemplo, en “La criatura y la tentación”, relato de un amor extraño, de un amor que la sociedad (esa vieja burguesa que nos quiere bienportaditos) rechazará siempre, por no comprenderlo, quizás, por entenderlo como algo repugnante. El amor es locura porque es una manera de ausencia presente y de presencia ausente. Y el protagonista de esta historia que, además, no comprende por qué no lo comprenden, y huye, y retorna, es también un loco, un rebelde aunque su intención haya estado lejos de la rebeldía. Y es que el amor es así: una sorpresa como la que descubrirán cuando lleguen al final del cuento que, también, cierra el libro. El amor que nos devora con nuestros propios dientes, que roe nuestros huesos mientras lo escuchamos y no podemos hacer nada.

“El horror de la ausencia” se llama el primer cuento, el que inaugura el libro; un cuento sobre el miedo de encontrarse con el otro invisible, con aquello que está pero que al mismo tiempo no, la casa que continúa habitada cuando las paredes rebotan el vacío. ¿Qué es el horror?, ¿quién lo ve, el que lo ocasiona o el que lo descubre? Esas son un par de preguntas que acompañan, también, a la lectura de estos cuentos. ¿Es la locura un espacio para el horror? ¿Lo es la ausencia? ¿De verdad? ¿Qué queda después? ¿Acaso existe un final? ¿Es necesario un final cualquiera? La perspectiva anónima puede ayudarnos a, quizás, responder estas preguntas con otras palabras que no formulen más cuestionamientos. Quizás.

Fuente: rodrigourquiolaflores.blogspot.com

La nostalgia de lo futuro

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el sonido de la muralla

La nostalgia de lo futuro
Por: Angela Mendoza Lemus

Un objeto, una fotografía o una canción fácilmente son los elegidos para portar los recuerdos. Su existencia alberga un momento querido, invocado por nuestro deseo. Están también, junto a ellos, los otros recuerdos. El olor, el sonido, el sabor y el tacto son entes transgresores capaces de abrir un espacio infinito sin necesidad de ser deseados ni tener mediadores, porque simplemente habitan con -o dentro de- nosotros.

Sobre estos otros recuerdos habla El sonido de la muralla (Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, 2014; Kipus, 2015), de Rodrigo Urquiola Flores. La novela narra un suceso importante ocurrido durante la infancia de la protagonista, ella y su familia no pueden ingresar a su propia casa. Las llaves no funcionan y nadie los reconoce como dueños legítimos del inmueble. ¿Razones? Al parecer, el viaje que han realizado habría dejado la casa improductiva -no acogía a nadie- y, por tanto, cualquier otra persona podría haberla tomado para hacer valer su función.

Allí se funda el progresivo despojo de los personajes, no sólo de lo material -su casa y el dinero que llevaban consigo-, sino también de sí mismos. Ellos carecen de nombres propios, son tan solo Mamá, Papá y Hermano; incluso la voz narradora, quien es llamada por los demás la niña. Ella -con sus incansables búsquedas- intentará nombrar todo lo que la rodea, a los policías, a la laguna, al bebé recién nacido, al perro, a sus descubrimientos, a sus pesadillas. Pero no todo se puede -o se quiere- nombrar. El carnet de identidad de la mujer desconocida, el único objeto dentro la historia que define la pertenencia de un nombre a un rostro, es negado permanentemente.

Y es que la excusa de El sonido de la muralla es una casa usurpada para hablar del despojo, del espejismo de la posesión. La casa no detona un recuerdo, es el recuerdo. Un recuerdo ni feliz ni triste, sino urgente, que escapa a cualquier dominio. Se manifiesta otra perspectiva sobre la extranjería al resquebrajar la seguridad de la casa que se habita, de uno mismo y del lugar más poderoso: la memoria, aquel espacio infinito donde el tiempo no se rige por el reloj y es posible sentir nostalgia por lo futuro. En El sonido de la muralla, los recuerdos narran y la memoria delira como, en algún momento, la narración dice: “Repetirlo todo una y otra vez. Tiempo, buscar, tiempobuscar, buscartiempo, buscar, tiempo y nada. Y nada una y otra vez. Nada hasta nunca y nada hasta siempre”.

Fuente: Letra Siete

El dolor es una prueba de amor

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la desaparicion del paisaje

El dolor es una prueba de amor
Por: Ricardo Bajo

Quién no se ha sentido alguna vez como pez fuera del agua? La última novela del cruceño Maximiliano Barrientos habla de esas sensaciones. Un treintañero regresa de Estados Unidos a la patria chica. El padre está muerto, la madre, también; la ropa huele a viejo. La desaparición de paisaje (editorial española Periférica) tiene que ver con el padre, con la pérdida (banal y única). Escrita en “cruceño”, Barrientos ofrece otra vez su corazón (roto), su ciudad (congelada en el tiempo), sus amores (perdidos) y sus canciones (mojadas en alcohol).

La memoria que habita Maxi y su álter ego ficticio (Víctor Flanagan) es un no lugar, es una ciudad fantasmal, estática, con un glamour trucho y una soledad camuflada entre narices que esnifan y gargantas que beben. Los años ochenta son un recuerdo vago de resaca, a lo lejos suena un clásico metalero o aquel grunge; en el video una estrella porno hace lo suyo. Estamos en un boliche que se llama Fuga. ¿Es inútil huir?

Santa Cruz de tus vientos es un personaje que envejece, que apenas reacciona ante la última paliza a un exfutbolista fracasado y obeso. Y nadie dice nada por rabia, por miedo, por culpa. Fotos olvidadas de una familia y una infancia feliz, fotos que atrapan el tiempo, abuso de alcohol, violaciones y autos viejos como fetiches (un Chevrolet, un Chrysler, un Ford Galaxie Landau del 82…): son algunas marcas de la obra de Barrientos; una literatura de injertos, de pedazos y agujeros.

La ciudad es un cuerpo caliente que recorre lugares oscuros, es un perro abandonado que se alimenta con las sobritas de tu cena. A su alrededor solo hay ratas negras. Barrientos siente nostalgia del aburrimiento. “La desaparición de paisaje” transpira trago, pero el trago no mata, asesina la tristeza honda que llega después, la que te llena de vacío. Barrientos añora los tiempos donde las cosas iban a otra velocidad, más lentas, más seguras. ¿Es inútil escapar? No existen tantos lugares allá afuera, los verdaderos han desaparecido, solo te queda esta ciudad fantasmal, estática.

Gordos que se suicidan, borrachos que regresan para la casa hablando solingos, peces que aparecen muertos, perros callejeros atropellados, collas moribundos y un cansancio antiguo: no es el apocalipsis, es Santa Cruz, un planeta remoto del pasado, un lugar ahora olvidado, como las viejas canciones del Camba Soto, como los taquiraris de la gran Gladys Moreno.

Entonces el hombre que ha regresado se detiene frente a sus errores. Necesita reconciliación, quiere vomitar la rabia acumulada (por eso se fue), desea expulsar sus miedos habitados. Se emborracha para callar hondamente, para no sentir ese dolor viejo, para disfrutar el silencio en todas partes. El whisky hará el resto: la tristeza se volverá concreta y mansa. Luego mirará al vacío y trazará su cartografía de pérdidas. Y hablará solo con los perros y con todos tus muertos.

Dice el inglés Julian Barnes que toda historia de amor es una potencial historia de aflicción. La desaparición del paisaje es la última confirmación de un escritor que sabe que solo las viejas palabras sirven: muerte, tristeza, desolación, amor. Pero Flanagan sigue vivo: el tiempo ha erosionado la pena. Barrientos disfruta al demostrar que no ha olvidado: el dolor es una prueba de amor. Sostiene Barnes que el mundo separa muy pronto en la vida a los que han conocido el sexo y a los que no; más adelante, a los que han conocido el amor y a los que no lo han conocido; más adelante aún, al menos si tenemos suerte (o por otra parte si no la tenemos) separa a los que han sufrido aflicción y a los que no la han sufrido. Estas divisiones, dice Barnes, son absolutas. Son trópicos que cruzamos. Flanagan está ya en el otro lado, ha atravesado el desierto del dolor. Lejos, es un sobreviviente.

Fuente: La Razón

Las aventuras del señor Barriga y Amy Winehouse

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El hombre que amaba a Amy Winehouse

Las aventuras del señor Barriga y Amy Winehouse
Por: Nicolás G. Recoaro

Arriesgo que en este libro hay años de vida y hectolitros de bebida, sin estar lejos de la mentira tampoco está cerca de la verdad.” Así especula el poeta boliviano Julio Barriga en el breve prólogo que antepuso a El hombre que amaba a Amy Winehouse. Escritor de culto, etnógrafo autodidacta y poeta que ya tiene detrás una intensa obra poética, Barriga es uno de los secretos a gritos y susurros de la literatura contemporánea del país andino-amazónico.

El hombre que amaba… es un libro que reúne los textos autobiográficos en prosa que escribió Barriga y que estaban dispersos desde mediados de los ’80 hasta la actualidad. Un híbrido a mitad de camino entre la crónica, las memorias, el relato corto y el diario íntimo. Relatos que habían sido publicados en diarios nacionales y en revistas contraculturales, pero hasta ahora circulaban, en su gran mayoría, sólo en fotocopias entre sus fieles lectores. Los 38 textos compilados en el volumen rescatan su historia familiar, su nomadismo imperecedero y su “devoción de viudo” por la cantante Amy Winehouse. Pero también trazan una alucinante cartografía de la bohemia boliviana de las últimas tres décadas. “Siendo su obra en verso esencialmente autorreferencial, estas prosas conmemorativas y testimoniales son la continuación del ajuste de cuentas consigo mismo: dejar todo cortado, medido y embalado para el final”, explica desde las alturas altiplánicas su editor, Fernando Barrientos.

Barriga nació en 1956 en San Lucas, una localidad del departamento de Chuquisaca enclavada a pasitos de la frontera con la Argentina. Hijo de maestros rurales marcados por una gitana trashumancia en los años que siguieron a la revolución obrero-minero-campesina del ’52, Barriga pasó buena parte de una bucólica infancia de aquí para allá, entre San Lorenzo, Bermejo y Tarija. Después de terminar la secundaria, donde asumió el credo del rock más pesado, emprendió una arriesgada carrera de lecturas frenéticas y adoptó las ideas libertarias, y también conoció breve pero definitivamente la cárcel, condenado por tenencia de marihuana. Luego Barriga decidió fugarse hacia La Paz, capital aymara del mundo antes de que lo fuera El Alto, y centro neurálgico de la vida literaria boliviana. Corrían los más tempranos años de la década de 1980. Tiempos de la narcodictadura de García Meza. Por entonces, se integró a la bohemia politizada de aquellos días encendidos, junto a escritores como Jorge Campero y Humberto Quino. Con ellos fundó pirotécnicas revistas de existencia efímera: Vidrio Molido, Papel Higiénico y Camarada Mauser. Fueron años de excesos, errancia y aun de portación de armas entre los líderes de movimientos literarios antagónicos.

“No puedo trasladar la intensidad maníaca, casi suicida, de algunos momentos vividos a mi obra. O no he asumido seriamente un método, una disciplina, entrenamiento, más destrezas para expresarlo a cabalidad. Por otra parte, con la dedicación y el arduo oficio nunca hubiera podido adquirir esa vivencia intensa y border”, tatúa Barriga en “Vida/Obra”. Así, casi sin quererlo, al retratar esos años, Barriga se ha convertido en un etnógrafo graduado con altos honores en la renuente universidad de la calle. Al igual que Víctor Hugo Viscarra, el fallecido cronista del margen paceño, Barriga no entra y sale del campo, sino que narra desde su propia experiencia, sin dejar de lado las confesiones sobre sus demonios. Y en la demonología personal no faltan las adicciones. En sus derivas, el poeta retrata bares fantasmagóricos de Tarija, Chuquisaca y La Paz. Boliches de mala muerte como El Averno (favorito del poeta maldito Jaime Saenz y alguna vez visitado por Claudia Cardinale) y La Cámara de Gas (“tugurio excepcional y poético como la pena máxima”). Pero también interminables weekends en congresos anarquistas, “Woodstocks extemporáneos y de entrecasa”.

Barriga también repasa su ciclo de trabajos manuales. Fue albañil, jornalero y hasta policía judicial. Incluso vivió largos años en la Argentina, donde “siendo una basura de ciudadano”, también se ganó la vida como cartonero. En los retratos que le han hecho en estos últimos años en su residencia tarijeña, se puede apreciar a un Barriga con un look similar al último Macedonio Fernández. Finalmente, el autor ha aclarado en alguna entrevista, mezclando citas de Groucho Marx y de Oscar Wilde, que con este nuevo libro quiere demostrar que un poeta no es “sólo un imbécil que no sabe expresarse en prosa”.

Fuente: tiempo.infonews.com/


Vacaciones permanentes (remasterizado)

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Vacaciones-permanentes-Liliana-Colanzi

Vacaciones permanentes (remasterizado)
Por: Mauricio Rodriguez Medrano

En 2003 no pude salir de Santa Cruz. Tenía 17 años y no sabía qué hacer. Viví dos meses en un alojamiento cerca del tercer anillo y por las tardes escuchaba a las cigarras y el ruido de la ciudad. Trabajaba en una chifa con un asiático al que le decían Chun Li. Tal vez Liliana Colanzi conoció al asiático y la chifa. Tal vez no. A veces la realidad imita a la literatura.

Vacaciones permanentes es furia, dolor, café y cigarrillos. Es una época (finales de los 90) en que los jóvenes se sentían eternos y escuchaban rock y odiaban a sus padres y caminaban en círculos dentro del laberinto que es la vida. Es Kerouac y Allen Ginsberg (y cine europeo y cine asiático y cine americano).

Chun Li me señaló un diccionario en mi segundo mes de trabajo. Entendí que quería aprender español. Me dio un fajo de dinero y me empujó hacia la calle. Fui a la terminal para comprar un boleto a La Paz. Pero a último momento decidí no hacerlo. Pensé en mis padres. Pensé en Chun Li. También pensé en su cuchillo de matarife con el que sacaba las vísceras a los pollos. Y con el dinero compré películas clandestinas en una caseta de las Siete Calles. Así él aprendería español. Yo aprendí cine.

El vendedor me entregó un montón de películas pornográficas, pero me engañó. Las tapas eran de películas pornográficas, el contenido era mejor: películas independientes. Cuando leí Vacaciones permanentes (tercera edición) encontré un guiño u homenaje o robo a éstas películas. El título se debe a Vacaciones permanentes de Jim Jarmush. Varios personajes me recuerdan a las películas de Julia Solomonoff (Hermanas, El último verano de la Boyita).

Otros directores a quienes la autora debe mucho: Won Kar Wai (Happy Together, Chungking express, Fallen Angels), Kim Ki Duk (Ficción verdadera, Por amor o deseo), Pablo Trapero (El bonaerense, Mundo Grúa), todo Truffaut, incluyendo Los 400 golpes, todo la nouvelle vague: Jean Luc Godard, Jacques Rivette y asociados. Y el gran Bernardo Bertolucci. Incluso hay un poco de Fellini: Los inútiles. (Y cine europeo y cine asiático y cine americano.)

Noté excesiva utilización de fuentes cinematográficas en sus cuentos (que no es un error por sí mismo sino por su tratamiento). Algunos personajes clisé, trama predecible. Pero es notable de la autora que en algunos relatos pudo mostrar su pericia de escritora: 1997, El fin de semana estaré bien, Rezo por vos. También es necesario decir que es una voz diferente a lo acostumbrado en nuestra literatura: costumbrismo, sociología, antropología y política.

No cabe duda que Liliana Colanzi transita un buen camino. Está dentro de los mejores narradores bolivianos de nuestra época. Con Vacaciones permanentes uno redescubre que el ser humano es un adolescente eterno, que la madurez es un espejismo. Que la mayor parte del tiempo no sabemos qué hacer pero los disimulamos, al igual que disimulamos el amor y el odio.

Gané lo suficiente para regresar a La Paz. Chun Li se despidió en la puerta del bus con un abrazo. “También regresaré a Taiwán”, me dijo en un español rudimentario. No se llamaba Chun Li, sino Kim Bum. “Antes iré a conocer la Patagonia”, dijo. “El fin del mundo”. Me coloqué los audífonos y cuando el bus partió escuché una canción del grupo de rock Ataque 77 (Liliana Colanzi tal vez también escuchó la misma canción cuando dejó Bolivia). Tal vez no fue así y todo es un homenaje al cine, a mi modo. También es un homenaje a una época que no volverá.

Fuente: Ecdótica

Epístolas recuperadas de la Guerra del Chaco

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Epistolas de la Guerra del Chaco

Epístolas recuperadas de la Guerra del Chaco
Por: Freddy Zárate

El conflicto bélico con el Paraguay (1932-1935) fue sin lugar a dudas el evento más traumático que vivió la sociedad boliviana de la década de los años treinta. Todas las experiencias existenciales del Chaco fueron exteriorizadas a través del arte, la literatura y la política. Un curioso género que no llegó a investigarse en su verdadera magnitud fue la correspondencia. Estos testimonios vivenciales nos retratan de manera fidedigna la vida cotidiana de muchos soldados en el mismo campo de batalla.

Un aporte significativo sobre esta temática es el libro “Epístolas de la Guerra del Chaco: voces desde la línea de fuego” (Editorial Canelas, Los Tiempos, 2015). Esta ardua tarea de compilar y ordenar las misivas estuvo a cargo de Carlos Arce, Mónica Briançon, Diego Martínez y Raúl Rivero. La relevancia de esta publicación reside en recuperar del olvido una parte de las epístolas del Chaco (muchas misivas resguardadas celosamente por familiares de los excombatientes); además el libro rescata periódicos de la década de los años treinta. Estos trozos de papel nos develan desesperación, angustia, heroísmo, compañerismo y sobre todo temor por perder la vida en el campo de batalla. Algunos soldados –sin presentirlo– escribieron su última carta; otros combatientes resignados por el desenlace cotidiano en las trincheras del Chaco escribieron su carta testamentaria. Pero no solamente el Ejército sufría estos avatares existenciales, “sino también la multitud enorme de familiares dispersos en todo el territorio nacional, que día tras día, hora tras hora, rogaban a Dios por el retorno de sus seres queridos”, como manifiesta Juan Cristóbal Soruco, alentador de la publicación “Epístolas de la Guerra del Chaco”.

Las voces desde la línea de fuego nos revelan aspectos desconocidos de la historiografía chaquística.

Esta reconstrucción de la contienda bélica a través de las misivas nos proporciona una mirada distinta de la Guerra del Chaco. En el inicio de la contienda bélica se dispuso la distribución gratuita de papel y sobres de carta. El periódico El Imparcial (Cochabamba, 6 de septiembre de 1932) indica: “A los soldados que se encuentren en el Chaco, han resuelto proporcionarles gratis papel, sobre, francatura y recojo de dichas cartas”. Un dato cruel que nos refleja este trabajo es la poca instrucción de muchos soldados, muchos eran analfabetos, al igual que sus familiares cercanos. La comunicación mediante misivas para muchos soldados se hizo dificultosa. Para paliar esta situación algunos de sus camaradas se brindaron a escribir cartas, otros les facilitaron con la lectura de su correspondencia. Esto nos muestra que muchos soldados no pudieron exteriorizar fidedignamente sus emociones en una hoja de papel.

Madrinas de guerra

Las páginas del libro “Epístolas de la Guerra del Chaco” nos proporciona una serie de datos curiosos. Durante la contienda bélica por ejemplo existía el nombramiento de madrinas de guerra: “El ser madrina de guerra consistía en apoyar a su ahijado, remitiéndole artículos logísticos como uniformes, botas, medicamentos y comida seca, además de mantener contacto con él, mediante cartas”. Las madrinas de guerra también se volvieron para algunos soldados un lazo de amorío ficticio: “Ayer ha sido un día alegre, el más alegre de todos. Gracias a usted que ha sido capaz de tal milagro. Su carta que besé como la única reliquia ha puesto ya en mi corazón su sello de esperanza”; en algunos casos las madrinas de guerra cumplían el rol de cuidar o informar la situación de familiares próximos de los combatientes: “Perdone usted madrina que le recomiende de modo eficaz, atienda a mi pequeño hijo, si acaso le faltaran recursos de vida, ya que he dejado mi hogar, sin ninguna ayuda”.

Tórrido y enervante calor

En las arenas del Chaco el aspecto geográfico fue el factor inadvertido por el Ejército boliviano. Este aspecto fue descrito por el corresponsal de guerra, Arch Rogers de la United Press (publicado en El Tiempo, Cochabamba, 22 de enero de 1935): “Los intrépidos soldados indios que forman la mayor parte del Ejército de Bolivia han tenido que sobreponerse a la decidida ventaja que les opone el clima. Venidos de las montañosas alturas del altiplano andino, ellos no estaban acostumbrados a la pesada atmósfera ni al tórrido y enervante calor de las tierras bajas en el verano (…) El sueño es imposible debido al calor infernal, a los reptiles venenosos y a la multitud de zancudos y otros insectos (…) El agua para beber es escasa en el Chaco y esto agregaba con frecuencia la tortura de la sed”. El corresponsal Arch Rogers, acerca de los alimentos revela que estos eran escasos y poco variados: “En los puestos avanzados las raciones son exclusivamente cena. Durante las batallas las raciones son escasas y poco frecuentes”. El panorama en los campos de batalla era aterrador. Cuando momentáneamente se interrumpía el trinar de las balas y cuando era posible –indica Arch Rogers–, se enterraba a los muertos en tumbas individuales, pero más a menudo eran enterrados en partidas de ocho o 10, en tumbas de poca profundidad. Si el tiempo lo permitía, los cuerpos eran empapados en gasolina y quemados en piras funerarias.

Infierno verde

La Guerra del Chaco todavía nos proporciona material amplio de análisis. La distancia que nos separa del infierno verde (80 años del fin del conflicto bélico) nos hace ver de forma crítica el complejo trasfondo de la crisis generacional del Chaco. Las voces desde la línea de fuego nos conducen a episodios poco conocidos por la generación actual. Esto nos ayuda a no caer en dogmatismos históricos: la más notable ha sido creer en el heroísmo desproporcional de parte de los soldados “bolis” y “pilas”. Las “Epístolas de la Guerra del Chaco” nos muestran una realidad humana, donde afloraron miedos, egoísmo, y el anhelo de sobrevivencia por encima de la patria defendida.

Fuente: Lecturas

Speeding y Catre de fierro (Teasre trailer)

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Catre de fierro

Speeding y Catre de fierro (Teasre trailer)
Por: Mauricio Rodriguez Medrano

Alison Speeding mira Breaking Bad. Llamó menopaúsicos a varios escritores (a sus novelas: peor aún). Llegó a Bolivia en los años 80 porque unos traficantes de cocaína peruana le hablaron de estas tierras (ella se encontraba en Jamaica y oía a Bob Marley mientras fumaba un porro de marihuana: clisé, pero cierto). Y escribió la primera Gran Novela Boliviana: Catre de fierro.

El escritor italiano Umberto Eco dijo: «La lectura de un clásico es un viaje a las raíces.» Y Catre de fierro es un viaje parricida por nuestra literatura. Apedrea al benemérito Nataniel Aguirre. Destierra el maniqueísmo de Alcides Arguedas (en un burro y los ojos cubiertos para que no vea el altiplano, tal vez nunca lo vio). Desnuca a Óscar Cerruto. Envenena a Augusto Céspedes (y baila una pinkillada alrededor de él). Destripa y entierra, sin mayor esfuerzo, a Jaime Sáenz. También alecciona a los escritores actuales (los castiga y resta.)

Tráiler (según Tarantino): Nemesio regresa a Saxrani cargado de dólares. Descubre que su esposa lo engaña y está embarazada. Acepta hacerse cargo del niño pero su mujer escapa con su amante. Pasan los días. El suegro le quita todo su dinero. Nemesio abandona su comunidad. Se hace ladrón y asesino. En una toma en cinemascope mata a su suegro. Banda sonora: Ennio Morricone. Género: Western-policial negro-campesinoxplotation.

Tráiler (según Scorsese): Alexis Veizaga pertenece al clan Veizaga y es el hijo del patrón (léase: Padrino). Crece en Saxrani y luego viaja a la ciudad. Se mete en la política a un bando de la mafia (léase: MNR). Cuando da un discurso su tío abuelo dispara contra él pero su ayudante lo salva. Las balas impactan en el patrón Veizaga. La lucha por el poder continuará varias generaciones. Banda sonora: Cualquiera de Goodfellas. Género: Policial-biopic.

Tráiler (según Werner Hertzog): Un grupo de españoles viaja en busca de oro por el Alto Perú. Tras dificultades y muertes llegan a un escampado. Fundan un pueblo: Saxrani. Los españoles se matan entre ellos (o mueren por la enfermedad del oro). El pueblo queda maldito: las generaciones que salgan de él también arrastrarán esa maldición. Género: Épico. Banda sonora: Sin presupuesto.

Tráiler (según Almodóvar): Alexis se casa con Delfina. Se aman, se odian. En un giro de la trama se descubre que Delfina es lesbiana y se acuesta con su mejor amiga, desde los años de universidad. La mejor amiga la engaña con una alemana (de metro ochenta y rubia y bávara). ¿Alexis engañará a Delfina con un amor de juventud: una campesina de Saxrani? Género: ¿? Banda sonora: Boleros remasterizados.
Catre de fierro se hace fuerte donde otros escritores fracasaron. Es novela histórica, es novela sentimental, es novela policial negro, es novela de venganza. Los hechos políticos son parte de la trama y no son mero discurso. Los personajes viven y sufren y ríen y, sobre todo, piensan (como Hamlet, como el Quijote, como Ismael).

Alison SpeedingAlison Speeding se une a la tradición de autores extranjeros que escribieron en una lengua (y país) que no era suya (o). Malcolm Lowry. Kafka. Nabokov. Beckett. Oscar Wilde. Ahora puede decir con razón (con voz de madre y amante y partisana): «Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, es ilegible, no la he terminado; igual Felipe Delgado, intenté varias veces y no avancé». Sonríe y muestra sus dientes teñidos de verde por pijchar coca. Luego dice: «Tenemos que reír, si no nos reímos de la vida tenemos que suicidarnos».

Fuente: Ecdótica

Disección con ganas

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diseccion

Disección con ganas
Por: Daniel Averanga Montiel

La influencia de Sáenz parece que ha sido superada del todo, y de lejos, con “Disección”, de Luis Carlos Sanabria. Su armado poético sobrepasa tanto las expectativas del lector como las profundidades de sus palabras, y no hablo de la combinación perfecta de los versos para que salgan publicables, sino que me refiero a la dimensión de empatía que logra este autor con el lector (Luis Carlos respeta al lector, y eso es muy admirable). Uno pensaría en poética clásica al comenzar su lectura, pero esta percepción va más allá de lo meramente clásico. Estamos ante un poemario con potencial de convertirse en un libro de culto.

¿Y por qué lo afirmo? “Disección” demuestra el propósito de la misma literatura: no dejar indiferente al lector, respetando a la vez su libertad, y lo compensa como una experiencia única en cuanto a lectura.

Intenté explorar “Disección” sin caer en los hábitos del “ritmo”, tradicionales en el lector acostumbrado a la poesía sin entrañas; pero una vez iniciado el texto, me fue imposible no recitar cada palabra, porque, y todo hay que decirlo, “Disección” tiene lo que le falta a mucha de la poesía boliviana: entrañas, alma y ritmo: una especie de aproximación tortuosa a la mecánica del todo, pero una aproximación tortuosa y sublime a la vez, describiendo a su manera el corte, la exploración y la prognosis de la vida, del amor y de la existencia.

Me pregunto si la literatura boliviana (y esto se lo pregunto también a los escritores) tendrá lo necesario para comprender “Disección”; ya cometimos el error de no prestarle la debida atención a “El hombre”, de Álvaro Pérez, que es una novela extraordinaria, y que sin embargo fue ignorada por los escritores de nuestro territorio (exceptuando a Edmundo Paz Soldán y a Claudio Ferrufino-Coqueugniot).

“Disección” no necesita ser olvidada y menos ignorada, ahora que es “hallable”: merece mucho más que solo la admiración.

Estoy seguro que si se la difunde y disfruta como merece, “Disección” hará escuela, y de la buena.

Fuente: Ecdótica

Sobre “Esto no es chairo. Cuentos para leer en el recreo”, selección de Daniel Averanga

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ESTO NO ES CHAIRO

Sobre “Esto no es chairo. Cuentos para leer en el recreo”, selección de Daniel Averanga
Por: Sergio León Lozano

La 20ª Feria Internacional del Libro de La Paz tuvo una nutrida agenda cultural; repatrió escritores que hoy son representantes de la literatura boliviana y se organizaron actividades con muchos escolares.

Sin embargo, en esta versión en particular, Daniel Averanga, además de coordinar los conversatorios de los escolares con estos escritores, tuvo el tino de seleccionar y editar una muy recomendable antología de cuentos con un título sugerente y a la vez apetitoso, Esto no es chairo. Reunió diferentes historias que fueron a parar en manos de todos estos inquietos escolares.

De distribución gratuita y con el ánimo de divertir a sus adolescentes lectores, con diversas historias y temáticas, entre crónicas, cuentos y fragmentos de novelas, con narraciones de reconocidos escritores como el realismo de Manuel Vargas, la ironía del cuento sobre un cuento de la mano de Jaime Nisttahuz, esa particularidad de crear personajes violentos de la pluma de Wilmer Urrelo y la estupenda crónica de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y mejor aún, cerrar la antología con una historieta de la viñeta de Joaquín Cuevas, consigue que el ejemplar sea un exquisito atajo que, además de hilarante, encamine a la lectura.

Rosario Barahona, quien escribe la presentación, anuncia que estos cuentos presentan universos imposibles que al leerlos nos parecen perfectamente posibles y, desde una lectura personal, encuentro dos que están deliciosamente escritos desde la mirada de los infantes: el pequeño Juan convierte a su madre en una perra en “Alquimia” de Ana Rosa López, y un niño guarda un papel que le liberará de todas sus dudas en “Hasta que aprenda a leer” de Álvaro Vásquez; ambos, juegan con esa inocencia mágica que los niños tienen al mirar esa imposibilidad de lo posible y observar su realidad.

Esto no es chairo. Cuentos para leer en el recreo, es una sugestiva y acertada reunión de historias, narraciones que están prestas para que todos podamos leerlas y divertirnos, porque eso es lo que se debe hacer una vez que suene el timbre y todos nos vayamos al recreo.

Fuente: Ecdótica

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